Enigmático amigo




Siempre es complicado llegar a una nueva escuela. Es especialmente difícil si eres una persona como yo, uno de esos individuos que tiene más mundo hacia dentro que hacia afuera. Vivía mi octavo primer día de escuela, efecto de un  divorcio mal administrado.  Justo en el portón intersectaron a mi mamá para hablarle sobre una colecta que estaban haciendo para mandar esculpir una estatua en honor a... Debo confesar que me distraje   observando  a un pitirre que con mucho esfuerzo lograba hacer un nido en un pino.  Escurrí mis dedos de entre la mano de mi mamá. Me dijo con voz dulce que me portara bien y todo ese rollo que  por octava vez me repetía. Pasaron ocho horas. No hubo unas más largas que otras, todas fueron uniformemente tediosas. Durante esa  semana y por primera vez, fui parte de un juego. No era muy divertido, la verdad, pero era un gran paso  hacia la interacción social. 
El grandulón de siempre golpeaba la pelota con un palo, si esta  desaparecía, yo tenía que buscarla. Juro que hay una maldición constante para nosotros. En nueve de las ochos  escuelas en las que estuve  me topé con un grandulón. La roazon de que exita un noveno es que aquel grandulón iba a mi escuela y era mi vecino. ¡Fantástico!
El juego estaba 3-0 cuando  el grandulón hizo alarde  de su fuerza. La pelota salió disparada, cruzó la verja y cayó en el pastizal que estaba detrás de la escuela. Con un despege a cuatro manos y un aterrizaje forzoso, caí sembrado dentro del  pastizal. Estando allí, que más daba buscar la pelota.  Los otros niños siguieron jugando, mientras yo escudriñaba entre aquel pasto semi-quemado. De un momento a otro, me asusté. No estaba solo. Sentía que la brisa aplastaba el pasto a mis espaldas, a los lados, por todos partes. Estaba rodeado. Fue entonces cuando lo vi. Mi pantalón, humedecido en la entrepierna, fue el único testigo de ni temor. ¿Quién eres?  Dije con voz temblorosa. Jorgito.  
Puto Jorgito, me hizo pasar el susto de la vida. Al fin al cabo era solo un niño que se escapaba de su casa. Con el tiempo me enteré, de su propia voz, que él nunca había ido a la escuela. Sus padres eran muy pobres y él tenía que ayudar a su papá a ganarse la vida. Siempre que podía se escapaba para ver a los otros niños jugar. Para no haber ido  a la escuela, se expresaba con mucha claridad. Sin darle muchas vueltas y sin complicaciones existenciales, nos hicimos amigos.
          Pasaron unos tres meses, cada día iba a jugar con Jorgito. Carreras, escondidillas, veo  veo y otros juegos que inventamos. El día de la amistad,   le di una carta. No era nada especial, era una de esas que compran las madres. Las que vienen muchas en un paquete y las entregas en un acto de inocencia. Para mí era una tarjeta más, pero él se emocionó mucho. Dijo que se sentía feliz  de tener un amigo de verdad, en eso coincidíamos. Aquel día de la amistad, un viernes,  como no tenía nada que darme, me regaló sus tenis. Eran negros y tenían un rayo amarillo en uno de los costados, dijo que si los usaba sería súper veloz. Era un intercambio absurdo, un trozo de papel  por unos tenis. Sonó el timbre, me despedí de Jorgito y me fui con mi mamá a casa. Fue un fin de semana particular, me sentía muy contento, no me sentía solo.
          El lunes en la mañana, busqué los tenis que Jorgito me había regalado. Los busqué  por un largo rato, pero no los encontré. De seguro mi mamá los había echado a lavar porque  estaban un poco sucios y los había dejado al lado del sofá.  Cuando regresé a la escuela, varias cosas estaban sucediendo. En medio del patio habían puesto algo como una estatua. Estaba tapada. Que forma de gastar el dinero en tonterías.  Cuando levanté la vista, una lágrima con sabor a desesperación saltó de mis ojos. Ya no estaba el pastizal. Oí decir que se había quemado el sábado a medio día. Aquel  sábado hizo una calor como pocas, tenía sentido. Sin pensar, corrí  hacia allá, cada vez sentía más fuertes  los latidos del corazón. Todo había quedado hecho cenizas, los juegos, los escondites, el lugar de encuentro, todo se  convirtió en un llano  reflectante del sol.  Restregaba mis pies con un inocente enojo. Se sentía bien ver que la ceniza se levantaba cada vez que mi pequeña furia la sacudía. Se me trabó el pie. Allí estaban, los dos tenis negros con el rayo amarillo al costado. Los sacudí un poco.
          Tenis en mano, subí hasta la escuela. Me parecía totalmente imposible que estuviesen allí. Al subir, noté que habían destapado la estatua. Era pequeña. La miré. Mis parpadeos se volvieron rapidos pero aun así, podía leer. Bajo los pies de la pequeña estatua decía: "En memoria de un niño feliz. Jorge Rivera Conz “Jorgito” (1992-2000)".
          Hace unas horas, al abrir mi armario. Encontré los tenis chamuscados con el tizne del fuego de hace dieciséis años.  Los coloqué sobre la mesa de noche,  para no sentirme solo.

Comentarios

  1. Guau amigo que cosas,muy interesante gracias por comartirlo un abrazo!

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  2. Me Gusto... No me esperaba lo de Jorgito, muy interesante... Felicidades, Mil Gracias!

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