Beatus Ille
La casa no está
vacía. Aún es posible respirar los recuerdos de cada momento vivido aquí. Miento, eso sería morir por exceso de aire a causa de cada inalcanzable instante que hoy parece estar
situado años luz en el pasado. Bajo la verja, en el muro de bloques, se
encuentra el grafiti de una niña inocente que no pensó llegar al año 2000.
Todavía suma y sigue… El pasamano de la escalera sigue caliente, la luz del
sol brilla sobre los tubos y dirige la mirada al precipicio, los pasos se van
en diversión. Bajo la casa, la lavadora. Medio metro de distancia la separa de
la pista de carreras. Curvas, montañas, tierra en las uñas. Toda una aventura
desde la perspectiva de quien conduce un “Hot Wheels”. Se estremece el cráneo al olvidar que
soy más alto que hace unos años, las vigas siguen igual de sólidas. Eso me
lleva a la cocina, en busca de hielo para el golpe o para tomar una lata de
refresco de las muchas y variadas que están apiladas bajo la alacena, desde que
las coloqué allí el día de la compra. Al
abrir la puerta ¡Sorpresa! Mantequilla para el chichón, decía mi madre (año 1999). En el
mejor de los casos para untarle a las galletas “export sodas” que acompañaban
el café que todos iban a tomar. Era casi una adicción, recurrente, más bien tradición.
Estábamos de vuelta,
un domingo más jugando a los astronautas junto a los cilindros del gas o
quizás era jueves y debía barrer las hojas. De todas formas la tripulación
abandona la nave. ¿Es hora de la siesta? No hay mejor sitio para descansar un
domingo que una cama espumosa ablandada por los años; nadie lo entendería
pero es así. Mientras duermo, escucho como las historias mueven sus siluetas por las paredes de la
casa. Trece niños jugando, viviendo, creciendo… a destiempo, antes de que todo se
desvanezca en la palidez de las paredes. Tantas historias en cada uno de ellos.
Abro mis ojos y te
veo allí, no sé cómo consolarte. Me acerco y noto que la nieve de los años ha
caído sobre tus huesos de madera sólida. Apenado por tu inmovilidad me siento a
mecerme. Cada vaivén me hace pensar. Ya no se construyen cosas como tú, me
digo. Todos sabemos porqué estás inmóvil.
Dudo. Todo esto ha podido desembocar en otro sueño.
Al estar sentado aquí
recuerdo aquellas viejas predicciones, bien lo gritó con una carcajada la hija
de la vecina cuando pasó frente a la casa: “llévatelo desde ahora que esa es la herencia de tu abuelo”. ¿Se cumplió la
bromista profecía? Estoy sentado aquí porque ya no es tiempo de que nos
cuentes historias, grandiosas y
divertidas historias. Hoy por hoy tú eres la historia que merece ser contada. Cada letra, palabra, risa, lágrima y punto final lleva en su alocado espanto
algo tuyo. Lo entiendo y “me entrego a
la justicia” porque en redundancia, todos los sucesos suceden y las cartas caen sobre la mesa. Como olvidar que
primero “Dios y luego mamá y papá. Ah, y
el que venga a joder que se joda y se vaya pal’ carajo”.
Lo recuerdas ¿Verdad? “Ay
turulete, ay turulete, el que no tiene vaca no bebe leche…” También te mecías
con esas canciones, conmigo, con él, casi como lo hacemos hoy. Es posible que esta sea nuestra última
charla, está cabrón. ¿Verdad? ¡Qué
regalo hemos tenido en esta vida! ¡Inigualable! Antes que te dé la espalda y me vaya caminando por el
pasillo quiero leerte una nota que
escribí:
Al final del pasillo estas tú, sillón. No eres cualquier
sillón, eres el sillón, su sillón. Desde
el que conoció y habló con todos, desde el más grande hasta el más chico. El
lugar de cada broma, canción, sonrisa, consejo o imitación que te dejaba
“meandote” de risa. Hoy que estás tan quieto, tu paz no se perturba. ¡Qué calor le da al que pierde!
Lo sé sillón, tú también
lo extrañas.
Salí de la casa “por la orillita
y no vayas embalao”. Lo escuché.
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