Turbulencia
Era costumbre, las tardes lluviosas ponían a gritar al televisor. La imagen no se veía a cuadros, se veía como si la misma lluvia se hubiese metido en la tele. Justo en ese momento Ignacio Pérturbo llegaba a su casa y le decía a su hija que apagara el televisor. La niña lo hacía y se iba a su cuarto a meter bajo la cama las piezas de aquel juego al que era condenada por su inocencia. Horas más tarde la programación era la de muchas otras veces. Una película de horror, que entre sollozos de dolor, se reproducía, en cámara lenta, en la pantalla negra del televisor. Luego de la escabrosa escena Ignacio Pérturbo se levantaba para cambiar de canal, una gran cantidad de veces cayó al suelo al enredarse en sus propios pantalones. Mientras tanto, la lluvia del televisor caía de golpe en las mejillas sobre mojadas de la niña. Cruzando la pared, la vecina, jugaba a meterse la lengua en sus propios oídos. Así decía a todos, que en la casa, hoy escena del crimen, no suce