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Tambaleo

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Allí, en la parada. Con una calor que me hacía sudar hasta los calzoncillos. A mi lado una vieja que fumaba   y jugaba a hacer cortinas de humo. “Maldita vieja que me está intoxicando”. El sol a medio cielo y lo único que podía ver era un rayo que se reflejaba en las dos monedas que me faltaban para tomar el autobús, la guagua como  decimos acá.   Las palomas revoloteaban intentando robarle la comida a un tipo que estaba tratando de almorzar. Buen estomago tenía para no vomitar al ver las palomas más sucias que he visto en mi vida, las llega a ver mi madre las enjuaga con algún detergente.   Allí, al lado del “come palomas” estaban las dos monedas que me hacían falta. Un vagabundo dormido dejaba caer alguna baba sobre el banco. Ahí comprobé que el tipo tenía un estómago insufrible. Había pasado   casi una hora, la guagua no llegaba, los sándwiches que vendían en la esquina se veían cada vez más grandes y aun me faltaban las dos monedas.     La vieja ya iba para el cuarto y

Aterrizaje forzoso

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Luego de identificar el cuerpo de   mi padre volví al aeropuerto. No sé si lo cremaron, lo enterraron o le pegaron fuego a la barca en que lo enviaron al mar.   Tenía urgencias mayores, era el cumpleaños número 20 de mi hijo. Para mí él   es más importante. Mi conciencia está tranquila,   nunca he confesado nada. Mi padre siempre me decía que si le decía a alguien me mataba a mí y luego se mataba él. Cuando estaba ebrio, y se ponía asquerosamente cariñoso, me decía que si algún día pasaba algo horrible a quien único debía decirle era a él. Yo era su niña amada y él siempre estaría para protegerme. Me parece que hice lo correcto, ya no tengo a quien contarle .

Turbulencia

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Era costumbre, las tardes lluviosas ponían a gritar al televisor.   La imagen no se veía a cuadros, se veía como si la misma lluvia se hubiese metido en la tele.   Justo en ese momento   Ignacio Pérturbo llegaba a su casa y le decía a su hija que apagara el televisor.   La niña   lo hacía y se iba a   su cuarto a   meter bajo la cama las piezas de aquel juego al que era condenada por su inocencia. Horas más tarde la programación era la de muchas otras veces. Una película de horror, que entre sollozos de dolor, se reproducía, en cámara lenta, en la pantalla negra del televisor. Luego de la escabrosa escena Ignacio Pérturbo se levantaba   para cambiar de canal, una gran cantidad de veces cayó al suelo al enredarse en sus propios pantalones. Mientras tanto, la lluvia del televisor caía de golpe en las mejillas sobre mojadas de la niña. Cruzando la pared, la vecina, jugaba a meterse la lengua en sus propios oídos. Así decía a todos, que en la casa, hoy escena del crimen, no suce