La muerte de Salvadora Pérez





       

        Desde el momento en que nacemos sabemos que algún día vamos a morir. No sabemos cuándo, ni dónde. De saberlo, intentaríamos evitarlo.  Aun así, la vida encontraría alguna forma de cerrarnos los ojos.  Oí decir a mis abuelos que cuando Salvadora nació no lloró. Mi abuela estaba convencida de que su hija jamás le temería a la vida. ¿Mentira? No. Una verdad equivocada, quizás. A los quince años quedó embarazada de un tipo que le doblaba la edad. Se casaron. Apariencias que guardar. A los nueve meses tuvieron un mocoso que no gateó, que no supo lo que eran pañales hasta que le tocó cambiarlos y que orinó de pie antes que cualquiera. El padre del chamaco, se fue al mes de nacido. Se fueron a vivir con abuela. Abuela crió al nene porque mami estaba en depresión. No podía vivir sin su hombre. Eso era seguro, no comía, no dormía, no tenía sexo y por eso último siempre estaba de mal humor. Era preferible su mal humor a que trajera otro niño al mundo, eso decía la abuela.
          A los veintitantos, Salvadora llegó a casa  con un nuevo hombre. Abuela, siempre  prejuiciosa,  le miró los brazos tatuados  y luego de los gritos que salieron del cuarto, abuela se levantó, alzó la mano, la volteó en el aire y con todas sus fuerzas la dejó caer en la cara de Salvadora. Un diente cayó al suelo. Métete a tu cuarto, eso fue lo que dijo abuela. Corrí y me quedé en la puerta, sin entrar. Solo escuchaba gritos, que si abuelo se murió por culpa de Salvadora, que si abuela había matado al viejo para quedarse con la casa, que ese hombre la iba a matar, que ella no le temía a la muerte, que se tenía que ir...  A las cinco de la tarde Salvadora estaba fuera de la casa, con la poca ropa que tenía y sin lugar a donde ir. No supe de ella durante cinco años.
          Había perdido muchas de sus facciones, era como si se estuviese transformando en un monstruo de esos que me asustan cada vez que abuela se estaciona a esperar que cambie la luz de  los semáforos. Los hay en todas partes, siempre están  asechando a la abuela. Siempre les da dinero para que ellos no me roben. Una vez me alejé de abuela y uno de esos monstruos de piel seca, manchada y escamada me pidió una peseta. No tenía ni un centavo en mis pequeños bolsillos, él estiraba la mano mientras se arrastraba en la acera como un zombi. Le tumbé un diente de la patada que di antes de salir corriendo.
          Así estaba Salvadora, se bajaba hasta el piso como si perreara con su sombra. Ni eso, estaba tan flaca que ni sombra hacía. La abuela aceleró con la luz en rojo, las lágrimas se las bebía. Sin mediar palabra el tiempo siguió pasando. Desde ese día cuando abuela iba a recogerme en la escuela, llegaba con las mejillas humedecidas. Con el paso de mis años, me cambiaron las facciones, se estiraron mis huesos y   la  humedad en las mejillas de abuela, fue secando.
          Tenía que aprovechar que abuela había salido aquella tarde. A mis quince años decidí llevar a mi novia a casa.  No tenía la más mínima intención de portarme bien. Estaba sin camisa, con el botón del pantalón abierto y acariciando con calentura  el pecho semidesnudo de Raquel, cuando Salvadora llegó. Me tapé de forma precipitada. Salvadora ya no era un monstruo con llagas. Se veía limpia, aunque su interior deba la impresión de estar hediondo. Siendo como era, que no soltaba ni una lágrima en falso, resolvió las cosas a medias. Sacó,  de su  cartera rota, una envoltura cuadrada. Era una gomita para evitarle más traumas a la abuela, eso me dijo. Hice la travesura, pero no hubo consecuencias. Esa debió ser la única cosa prudente, a medias, que hizo Salvadora.  Para la abuela, ninguna de las veces pasó nada, excepto que Salvadora estaba de vuelta. Ella y algunos potes que invadían la nevera, una vez leí uno. Didanosina, antirretroviral. Algo era.
          Entonces abuela comenzó a sugerir que debía estudiar medicina. Eso no me interesaba en lo absoluto. Mi gran meta era predecir si iba a llover o no, no deseaba más. Salvadora le decía a la abuela que me dejara tranquilo, que me dejara estudiar lo que quería. Pero... quién podía tomar su palabra como una buena opinión si de vez en cuando se le volteaban los ojos y  se le trababa la lengua cuando hablaba. Así que comencé a estudiar medicina. Infecciones, virus, bacterias, antibióticos, ETS., etc. El mundo está lleno de enfermedades. No soporté todo eso. Me gradué de meteorología, casi a escondidas. Para ese tiempo, abuela y Salvadora seguían con sus altas y sus bajas. No me casé, pero luego de jugar al soltero codiciado, reencontré a la persona ideal. Me fui de casa de abuela y me compré un apartamento cerca de la ciudad. 
Tiempo más tarde abuela llegó a mi puerta. Se le habían acabado las lágrimas pero en su cara aun se notaba el llanto seco.  Salvadora llevaba tres días sin aparecer.  Raquel y yo nos fuimos a acompañar a la abuela. A cada tiempo libre salíamos a buscar a Salvadora. Pasaron varias semanas, cuando Salvadora regresó a casa estaba irreconocible. Su deterioro físico era asqueante, aun así, la abrazamos. No olvido las pocas clases de medicina que tomé, Didanosina, un medicamento para el VIH. Era pronosticable, tantos brindis con  jeringas  tienen que dejar más huella que unos feos  moretones en la piel.
          Se recobró bastante, se desintoxicó un poco menos. En menos de una semana estuvo de vuelta en la calle. El corazón de abuela no tenía consuelo, los buenos momentos que pasaba no eran suficientes para aliviar su dolor. La última vez, Salvadora, desapareció por un mes. No puedo precisar que cosas hizo en ese tiempo, se habla que pasó por cada barra de los suburbios y que terminó arrastrándose por todas las cunetas.  Raquel, la abuela y yo, decidimos salir una vez más a su rescate, dicen que a la tercera va la vencida. Abrimos la puerta principal de la casa y no hubo que buscar más.  Estaba allí sentada sobre el escalón.  No respiraba, no se movía, estaba en su lugar seguro. Había vuelto al lugar donde siempre fue recibida, amada y salvada. En su mano había un papel apretujado. Era una nota en la que escribió que nos amaba a todos, que lamentaba mucho haber sido tan cobarde ante la vida. Que viviésemos tranquilos y felices, que hicimos todo lo que pudimos por ella. Ah, lo último que escribió fue el rompimiento de un mito. Su falta de llanto provenía de su fortaleza y de su valentía ante la muerte, a la cual siempre dijo que no le temía. El punto final de aquella carta estaba borroso como si una gota lo hubiese mojado.

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