La última vez que nos vieron
Quién lo miraba a los ojos rompía en llanto. Baltazar se había ido a vivir alejado de todo, lo conocían como el ermitaño de aquel pequeño trozo de tierra conocido como Ricotón del mar, que era más o menos una provincia sembrada en medio del agua, con sal por las cuatro esquinas. Como mucho había unos 40 habitantes, de los cuales la mitad eran marineros y la otra mitad ejercían algún oficio básico. Raúl Jiménez, por ejemplo, era un doctor mediocre que se encargaba de recetar pastillas a cualquier paciente que sintiera cualquier tipo de dolor. Allí los corazones rotos y el dolor de espalda se curaban con la misma píldora, un relájate muscular o un ansiolítico o algo que causara adicción. Por consiguiente, el gran negocio de aquella isla era la farmacia, una farmacia enorme que se extendía por gran parte del territorio. La farmacia era una de estas farmacias modernas que tienen de todo, desde pastillas hasta comida para perro. Era