El niño importado



Ellos sabían de antemano que sería una tarea ardua, más que ardua, mezquina. Tanto así que habían preparado algunos sobornos con anticipación, no tanto por voluntad propia, más bien, fueron sugerencias inocentes que soltaron al aire los abogados. Se enfrentaban a una adopción trans-oceánica, a sacar a un niño del seno de su mundo para traerlo a una tierra hostil. Por supuesto, los padres adoptivos no eran ningunos fulanos, estaban a la altura de los Fonalledas y de hecho los futuros padres también eran dueños de un centro comercial.
Desde allá arriba, trepados unos metros más arriba del vértigo, comenzaron los trámites para importar al niño a la isla. La legalidad iba a tomar tiempo, decían los abogados. El niño nació un 23 de julio y sin saberlo ya tenía su primer boleto de avión comprado. Los padres aterrizaron en Taiwan dos días antes del parto, se aseguraron de tener todos los papeles a mano. Cuando nació el niño lo cargaron en brazos, lo arrullaron y aguantaron las ganas de salir corriendo con él y que le perdieran el rastro.  Quizás eso fue lo que debieron haber hecho, robarse al recién nacido taiwanés y no dejar rastro, así no lo hubiesen retenido. El hospital se quedó con el niño para hacerle algunas evaluaciones médicas, tal vez jurídicas, quizás una analítica de leyes flexibles para exigir más documentos. Así fue, se tramitaron un millón de documentos diferentes, se demoraron las aprobaciones y el niño casi cumplió su primer año.
El suministro de sobornos se agotó y el dinero, que antes era un exceso para lujos, comenzó a ser menos excesivo, tuvo que ajustarse a los consumos únicamente necesarios. Lograron la adopción del niño, antes de abordar un avión y dejar todo a la izquierda del tiempo, decidieron permanecer allí por un tiempo, lo que es la técnica del pez en la bolsa puesto en la pecera. Cuando se acostumbraron el uno a al otro, cuando la conexión del cariño estuvo en su punto, volaron de regreso a América.
Antes de arribar a la isla, el avión hizo escala en la gran masa de estados unidos, se posaron como una mosca en el borde de una taza de café vacía. El viaje de regreso fue retrasado, revisaron los papeles de los tripulantes, buscaron un microscopio para leerlos, para hacer la búsqueda de detalles minuciosos. Allí estaba, un error, un maldito y mezquino error, escondido a la luz de una línea sin firmar. En fracciones de segundo, la mosca vomitó en la taza de café y se fue volando con el niño, de regreso a Taiwan.
Los padres tuvieron que permanecer en América, sin llegar a su isla, a su familia, al consuelo de los abrazos y las palabras reconfortantes. Los abogados los apoyaron por un desinteresado, pero no gratuito honorario. Gastaron más del dinero que podían en trámites y luchas en el juzgado, lo perdieron todo. Mientras ellos luchaban, el niño permanecía en una casa de adopción en su país, sin apegarse a alguna familia, sin conectar con alguien del lugar. Solo quedó un último intento para aquella familia, todas las partes se reunirían y la decisión la tomaría un juez.
El día del juicio ellos vieron al niño, quien no los reconocía, pero no podía dejar de mirarlos. Los trámites estaban al día, pero por alguna razón no permitían la entrada del niño a la masa de los estados, ni a sus territorios. El juez empezó temprano, se presentaron los casos, las evidencias, los documentos y todo lo que fue necesario. La decisión final estaba cerca y todos veían en los ojos del juez el contundente no. El mallete iba a resonar con el fin de una familia, pero alguien intervino. La posible madre gritó: “¡un momento!”. Se puso de pie y caminó y miró al juez frente a frente. Sacó de su bolsillo un sin fin de recibos de compra de tiendas muy patrias de la nación consumista estadounidense. A la vista de todos se bajó los pantalones y le enseñó al juez la etiqueta que decía: “made in Taiwan”.  “Podemos usar la ropa que ellos hacen, podemos aprovecharnos de su trabajo, de su cansancio, de la explotación de sus vidas, pero no podemos darle amor y la bienvenida a uno de ellos”. El veredicto cambió cuando sonó el mallete. Aquella misma noche mis padres y yo, nos convertimos legalmente en familia.

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