ok- cola









“Quiero tocar, tu puerta,
aunque nadie lo entienda…”

Desde el sábado en la noche él hubiese puesto dos ok-cola a enfriar pegadas al final de la nevera. Para el domingo a la 1:00pm, estas hubiesen estado frías, hechas escarcha. Yo hubiese llegado un poco antes del mediodía, entre el declive del almuerzo y el desayuno tardío. Un tiempo más tarde hubiese estado soportando el calor del domingo, que no debe haber una explicación científica, pero suele ser distinto al calor que se siente el resto de los días de la semana, se siente como si brotara de la tierra y de las entrañas del cielo a la misma vez, sin referenciar la homilía aburrida que escuché continuamente durante la parte inmadura de mi vida, una y otra vez las mismas lecturas, con las mismas explicaciones hasta el final de los tiempos. Y eso que la casa de mi abuelo quedaba medio sumergida en la tierra, era una guarida, soterrada bajo el nivel de la carretera, por eso tenía aquellas escaleras en la entrada que cuando madre las lavaba, parecían cascadas de espuma y agua. Fueron esas mismas escaleras y esa misma madre, la mía, las que vieron llegar al sacerdote polaco. Era el sacerdote de la parroquia a donde iba mi madre, que tenía un empeño en conocer a mi abuelo, bajó por aquellas escaleras una mañana de agosto y las palabras de recibimiento fueron el hilo que tensó un lazo: “¿de dónde es que viene este cura cabrón?” Realmente ese fue el comienzo de una buena amistad, diferente, como todo lo que rodeaba a mi abuelo. Si bien la semana iba entre el ir y venir, los domingos eran mis días largos, eran los solsticios infinitos. Lo fueron hasta que decidí quedarme en con abuelo mientras mis padres hacían sus posteriores visitas. Luego de unas cuantas y extensas risas, luego de ver a mi abuelo con los pantalones a la altura de la rabadilla de las nalgas imitando algunos otros conocidas de la familia, el sol se volvía corrosivo. Las paredes respiraban calor. Mi abuelo se sentaba en su silla mecedora en el balcón, desde el cual le gritó a toda boca aquel recibimiento al cura; y que quedaba justo en la puerta de la habitación. Allí, en la única cama de aquella casa, yo me sentaba, lo escuchaba cantar, o hacer chistes, o hablarme, o todas en distintos órdenes. Algunas veces me quedaba dormido, las horas de calor pasaban inadvertidas entre las visitas y las voces. Cuando daban las 4 de la tarde, me sentaba en la orilla del balcón, en el barandal, mi abuelo me decía búscate una “colachampám” y me traes la otra. Hoy es domingo, tengo una ok-cola en la nevera, está fría hecha escarcha, así era como las prefería y él jamás lo olvidaba.

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