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Contemplando la tempestad

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Tomamos las armas para defendernos, sabíamos de la llegada de los invasores desde hace meses. Buscamos todo aquello que pudiera ser utilizado como arma, nos cargamos de municiones artesanales, construimos fuertes y vigilamos los mares. Estábamos listos para la guerra, para defendernos de los extraños que querían arrebatarnos ese algo nuestro. Cada día las lentas noticias eran menos favorables, menos a nuestro favor, más en nuestra contra. Corrían rumores de que eran más de 30 navíos los que venían a atacar, equipados con cañones, pólvora y rifles.   Con todo y eso, no tuvimos miedo. Estábamos listos para ganar la guerra con sangre, listos para hacer correr al enemigo, aunque fuese detrás de nosotros, listos para defender nuestra tierra, nuestro nombre, nuestro orgullo. La guerra debió haber comenzado hace tres días. Hace tres días debimos divisar los barcos acercándose desde la horizontal puesta del sol; se nos había advertido de esta invasión, de que íbamos a ser tomados como

Marejadas

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1 Matilde llegó a su casa destrozada aquella noche. Se quitó las zapatillas y sintió como sus dedos se desencogían, se estiraban con un sabor a delicia por la planta de los pies. Con sus manos adoloridas sujetó sus pies como si fuesen un cepillo y comenzó a estregarlos, se los estregaba en círculos para sentir alivio. Cuando terminaba, con una mano se sobaba la otra. 2 Carlos estaba en su casa, con su corbata ajustada al cuello, con los ojos brotados como pez helado. Los papeles lo tenían loco, demandas, dinero, bienes mancomunados, dividendos, fraude, fondos… Un fondo que nunca llegaba a tocar. Él siempre trataba, quería hacer todo bien por él y por su hijo. 3 Ella ya había llegado al sofá, aún sin quitarse el delantal. Prendió el televisor para escuchar una voz, quizás para enterarse de lo que acontecía en el país, en ese país de afuera al que ella no pertenecía por falta de unos trámites y unos papeles. De Quisqueya no tenía noticias, así que antes de bañarse

Perorata

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Mi vecina, una señora encantadora que vive sola desde que murió su marido, me ha dicho que ha adoptado un gato.   La verdad es que me apena mucho su situación, un día cualquiera quedó abandonada, tirada al olvido, recogida, y vuelta a tirar a un rincón solitario. –Eso pasa cuando uno llega a viejo- me dice siempre que la veo. Por eso me rompe el corazón, pienso que hay muchos como ella, arrinconados en los espacios en que nadie los piensa. En mis días libres voy a visitarla, le hago compañía por un rato, pero desde hace unos meses no he ido a verla. No olvido que es mi vecina, que le tengo mucho aprecio, quizás he dejado de ir por algunos asuntos de juventud. De todas formas, estoy al pendiente por si necesita ayuda, todos la necesitamos en algún momento, pero también hay que hacer otras cosas, hay que seguir adelante, aunque ir adelante sea un camino en reversa. –Puede que todos terminemos así algún día, solos - me dije. Creo que por eso adoptó al gato, para estar menos sola,

El recuerdo más triste del mundo / The saddest memory in the world

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English Él era un tipo poco usual, tenía uno de esos dones extraños con el cual jamás olvidaba nada.   Recordaba detalles absurdos, cantidades exactas y hasta las vestimentas de las personas. Memoria fotográfica, ese era su don. Tenía un registro completo de su vida, lo sé porque me la ha contado con lujo de detalles. Sin embargo, la tarde que lo encontré sentado frente a la escalera de mi casa, me rompió el corazón. Lloraba desconsolado, como un niño que descubrió la electricidad en los enchufes, como un adulto que descubrió la posibilidad de la muerte, como un adolescente que adolece de esas cosas que le faltan. Lo consolé, lo abracé, intenté decirle que todo iba a estar bien, pero no entendía porque lloraba. Él me explicaba con su lengua convertida en nudo, con el nudo atado en la garganta, con la garganta hiperventilando, con los pulmones apretados sobre el pecho, con la angustia saliendo de sus ojos. Hablé de mi día para distraerlo, para corromper su memoria perfec

Mircocuentos de las esposas felices

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Tesoro           Ella se casó con él por pena. Desde el momento en que él se le acercó mostrando interés ella sintió deseo de rechazarlo, pero no lo hizo. ¡Él fue tan bueno con ella! Él era un amor, un hombre cariñoso, de esos que las mujeres dicen que ya no quedan. Todos los que lo conocían decían lo mismo: “este hombre es un tesoro”. A los escasos dieciocho, se casaron. Pasaron los años hasta que un día un reporte a la policía advirtió el desconocimiento de su paradero.   Ella sintió pena, quizás un poco de remordimiento, dos años más tarde cuando decidió aprovechar la juventud que aún tenía. La gente comenzó a hablar horrores de ella, de puta hacia abajo rodaron los insultos. Ella seguía desfilando hombres a su casa, disfrutando lo que con su marido fueron angustias. Con todo su corazón jamás lo quiso, ni un poco. Luego de una tarde de amor, ella fue al patio. Un hombre más joven que ella la abrazó. Ella pensaba quedarse con ese, era un chico, pero era lo que siempre hab