Contemplando la tempestad
Tomamos las armas para defendernos, sabíamos de la
llegada de los invasores desde hace meses. Buscamos todo aquello que pudiera
ser utilizado como arma, nos cargamos de municiones artesanales, construimos
fuertes y vigilamos los mares. Estábamos listos para la guerra, para defendernos
de los extraños que querían arrebatarnos ese algo nuestro. Cada día las lentas
noticias eran menos favorables, menos a nuestro favor, más en nuestra contra.
Corrían rumores de que eran más de 30 navíos los que venían a atacar, equipados
con cañones, pólvora y rifles. Con todo
y eso, no tuvimos miedo. Estábamos listos para ganar la guerra con sangre, listos
para hacer correr al enemigo, aunque fuese detrás de nosotros, listos para
defender nuestra tierra, nuestro nombre, nuestro orgullo.
La guerra debió haber comenzado hace tres días. Hace tres
días debimos divisar los barcos acercándose desde la horizontal puesta del sol;
se nos había advertido de esta invasión, de que íbamos a ser tomados como botín
de guerra. ¡Guerra va a haber! Estamos sedientos de lucha y justicia, por
defendernos de los guaraguaos con nuestras espuelas de gallo. Esperamos toda
una semana, los invasores no llegaban, no nos invadían, no se asomaban en el
remontar de las olas. Aun así, estábamos listos, armados hasta los dientes para
defendernos, listo para aniquilar la inevitable conquista.
Nos quedamos en la orilla, vigilando por el tiempo que
fuese necesario, mirando las redes del mar que subían vacías. Esperamos durante
meses y los invasores jamás llegaron, no aparecieron, pero estábamos armados
para defendernos y lo hicimos. Nos defendimos los unos de los otros, saciamos
la sed de guerra. Los sobrevivientes, los más fuertes y diestros, recogimos lo
qué quedó de aquella guerra incivil y nos dimos cuenta, justo en ese instante,
que jamás ganaríamos la guerra contra los invasores. Ellos eran numerosos,
tenían mejores armas y todo, todo mejor, hasta pensaban diferente, con
estrategias y planes fundamentados en el trabajo en equipo: “todos para uno y
uno para todos”. Aterrados, por unos invasores que no llegaban, contemplamos el
mar hasta quedarnos dormidos. Al despertar, el sol subió como un disparo por el
límite azul del mar, se encadenó al cielo y los alumbró. Estaban allí, los
treinta navíos centellando entre las piedras, locos, mareados, sucumbiendo a la
fuerza del propio mar, naufragando en la deriva, haciéndose pedazos frente a
los arrecifes. Frente a toda la destrucción, un bote remaba acercando a los
civilizados a lo que había quedado en la orilla. Allí estaban frente a frente, los temidos
invasores que se pelearon en medio del mar. Los miramos a los ojos, nos
sentimos tan iguales. Peleamos en el arenal toda la noche, hasta que alguno
ganó.
F. JaBieR
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