Envases de mantequilla
Después del gran
evento pensé que aquel era el momento idóneo. El huracán había dejado una gran
obscuridad que daba sombra a los árboles sin hojas. Ya había llegado el mes de octubre y las
condiciones eran las apropiadas para celebrar horrores. En octubre, a un mes
del evento, la isla seguía a obscuras por todas partes, escaseaba el agua, los
alimentos y el servicio de comunicaciones era indecentemente deficiente. Mi
casa había quedado en pie y se mantenía en su lugar, sumergida en las
profundidades de un bosque que antes era tropical, antes era bosque. Las
noticias llegaban a la casa por medio de un radio am. que dejaba de funcionar
cuando los helicópteros militares aterrizaban en el parque de la escuela. Las
emisoras no tuvieron buena señal hasta mediados de mes, justo cuando comenzaban
a retomarse los asesinatos diarios por drogas y peleas de caseríos. Terminada
la noticia sobre un posible chanchú en el proceso de re-energizar el país,
apagamos la radio. Comenzamos a hablar
en el balcón, alumbrados por la humedecida luz de la luna. Casi era 31 de
octubre, por lo que se me ocurrió pensar en las fechorías que se iban a cometer
ese día aprovechando la situación. Los
robos eran la orden del día para el área metropolitana y los asesinatos, allá,
eran un problema. Los bandidos dejaban los cuerpos a media calle, sangrando
hasta el amanecer. Con la salida del sol las moscas revoloteaban sobre los
cuerpos, con sus patas ensangrentadas y sucias, los calores del asfalto las
hacían irse y refugiarse en una mierda de perro que se encontraba junto a la
frescura de la basura de un puente. Un conductor negligente se arriesgaba a
pasar por el puente socavado por el agua, dos semáforos adelante, se
aprovechaba de la falta de electricidad para rebasar a prisa el cruce peatonal.
Ahorrando los frenos se alejaba y pasaba por el lado de las moscas que
revoloteaban llenas de sangre, ya no tan fresca. El conductor ni siquiera notó
las cintas amarillas que rodeaban el área. No valía la pena que las hubiese
notado, eso lo hubiese retrasado al menos tres turnos en la fila que iba a
hacer en la gasolinera. Probablemente hizo una fila de 10 horas. Mi padre hizo
una de 12 para que le despacharan solo 20 dólares de combustible. Allí estaban,
todos en fila, suplicándole a Dios, a la buena suerte, a la fortuna, a todo al
mismo tiempo como los paganos más creyentes, para que el camión de gasolina
llegase. Entre plegarias, herejías, alabanzas, herejes y fariseos dando
aplausos, el camión de gasolina lograba estacionarse. Había llegado por
casualidad, sin poder dar previo aviso, por sorpresa. La espera se alargó 2
horas más en lo que el camión descargó el combustible. Las oraciones de los fieles
se volvieron más pesadas, la fe casi los apaciguaba, pero balbuceaban
maldiciones y malas palabras que masticaban con hambre entre el rechinar de dientes. Entonces el conductor negligente, aquel que rebasó los semáforos a
la luz del día, aquel que llevaba tanta prisa que limpió con viento las patas
de las moscas, a él, le surge la más impropia de las ideas. Se coló, se saltó
los turnos de la fila, hizo trampa. El viento sopla por el balcón de mi casa y
se cuela por mi ropa para helarme los pies, huele a diesel recién quemado, a gasolina caliente marcando un arcoíris
sobre el asfalto. Me levanto y voy a la cocina a prepararme un chocolate
caliente. Abro la nevera y le ofrezco a mi madre, quien no me responde porque
atiende a mi hermana. La nevera está atestada de escudillas de mantequilla que
guardan quien sabe qué. Las abro todas buscando la mantequilla para untarle al
pan, antes de dar con la correcta, encuentro una llena de sofrito, otra con
jamonilla y otras dos, una con manteca y la otra con salchichas cortadas en
ruedas. En la puerta de la nevera hay más envases de mantequilla light, llenos
de frutas, de albóndigas sin hacer, de gelatinas medio derretidas, de las
habichuelas para mañana. Me llevo el
chocolate y el pan, regreso al balcón y me voy
pensando en la curiosa costumbre de guardar todo en los envases reusables de
mantequilla, al fin y al cabo, son una confusión en la nevera, nunca se sabe
que es lo que guardan. Filosofé un poco con el asunto del misterio de la
mantequilla, la sensación de igualdad y la necesidad de ver más allá, más
adentro para descubrir lo que contiene. En esto pensaba mientras mi padre se
atrasaba un turno en la fila. Un helicóptero que aterrizaba con suministros
interrumpió lo que escuchaba en la radio, la noticia que hablaba sobre un
evento ocurrido en una gasolinera. Un hombre había matado a otro por colarse y
sobrepasar a todos en la fila. Fue un asesinato a quema ropa, precedido solo
por el comentario: “te colaste” y luego un tiro en medio del pecho, en medio
del desorden, en medio del bullicio, en medio del pánico, justo en el centro.
Mi madre se escandalizó, buscó cuatro velas y un rosario. No se merecía menos,
pensé, aunque yo sería incapaz de matar a alguien, me pareció que la injusticia
casi ameritaba el castigo, no debe ser fácil hacer una fila de 12 horas para
que un descarado se te adelante: “es pa' matarlo”- dije. Mi madre me miró más
escandalizada que antes, pero no le dio mucha importancia porque estaba
preocupada por mi padre que aún no llegaba a casa y encima no había forma de
comunicarse con él. Nos hubiésemos quedado dormidos en el balcón si no hubiese
sido porque el frío nos tenía los huesos hechos vidrio. Mi padre llegó casi de
madrugada, pisoteando en el camino el toque de queda y con un contenedor de
gasolina rojo lleno hasta la mitad, algo bueno para los optimistas, pero no
para nosotros que siempre veíamos todo medio vacío. No pudo conseguir el
combustible suficiente para el generador eléctrico y la alarma comenzaba a
sonar. La larga fila lo esperaba al día siguiente y probablemente por el resto
de la semana, de lo contrario el ventilador que respiraba por mi hermana
perdería la carga y la fe de mi mamá no bastaba para mantenerla con vida,
veíamos el futuro medio vacío. Fue una semana de filas interminables, al sol
raso, durante 8 horas. No faltaban los que se querían pasar de listos, pero por
alguna extraña razón nunca se repetían y cada vez eran menos, como si de alguna
forma se estuviesen vaciando. Todo tiene su final, pero el final de las filas
no sucedió antes que el final del dinero. No había trabajo, ni salario, ni "cash". Hubo que recurrir a los ahorros. El trabajo se hizo de tres y a tiempo
completo. Yo cuidaba a mi hermana y mi madre hacía la fila en el banco rogando
ser atendida antes de que le tocara el turno a mi padre en la estación de
gasolina. En la urbe se seguían reportando incidentes y muertes, aumentaban las
muertes a causa del huracán y las trifulcas por personas que no saben hacer las
cosas. Las filas tuvieron su tiempo y mi hermana no las resistió. Todos
lloramos aquel día en que no pudimos detener el ruido de la alarma que indicaba
la baja carga de la batería del ventilador artificial. Intentamos lo posible e
hicimos lo imposible y cometimos lo innombrable varias veces, lo hicimos mal,
pero bien hecho, sin que lo reportaran por la radio. De todas formas, no fue
suficiente. Al par de días mi hermana comenzó a descomponerse en la cama, las
larvas de moscas y moscas de patitas limpias, comenzaron a aparecer. Sin poder
llamar a nadie y sin tener más opciones, decidimos enterrarla en la finca,
junto a los otros. La casa no tuvo luz por mucho tiempo, cuando la normalidad
regresó recordé aquel día en que pensé que era el momento idóneo para esconder
fechorías en envases de mantequilla.
F. JaBieR
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