La grieta
Entré al paseo por la
entrada principal, un tótem grande y hombruno da inicio a la gran fila de
tiendas cerradas. Este pueblo no es como antes, aunque de cierta forma lo sigue
siendo. Hay menos tiendas, eso es evidente, pero aún entre las puertas cerradas
se percibe esa sensación de territorio inexplorado. Han construido un semi-techo
a lo largo de todo el Paseo de Diego, su diseño es como un colador lleno de
agujeros, lo que básicamente lo convierte en algo inútil que no sirve ni para
el sol ni para la lluvia, pero se ve bonito. Las palomas se posan en el borde y
comienzan a llenar el suelo con su pequeña pero mal oliente caca. El inútil
techo llega hasta donde era la tienda Capri. También cerraron esa tienda, la
dejaron en el abandono, convertida en un terreno baldío, en un espacio abierto
para dejar las jeringas ya usadas e infectadas. Después de lo que fue Capri, la
vida se reinventa. Al costado una tienda de ropa interior extranjera,
económica, casi desechable. Del otro lado de la acera “La nueva era”, una
tienda de ropa para niños y caballeros, que se extiende repetidamente en varios
locales distintos. “La nueva era” no se moderniza, más bien nos rodea junto con
las tiendas de 99 centavos. Hay algunas otras tiendas. Tiendas que colectan en
sus ventas la tristeza misma de una vida confusa. Miro un escaparate, sin
cristal. Cuelgan del techo unas enormes alfombras polvorientas. Cualquier cosa
puede haber tras las alfombras de diseños horrorosos que se despintarían con el
agua. Tras ellas hay sillones, sillones para una sala, una cocina, un cuarto,
un comedor, un baño… todo a la misma vez entrando en desorden por los ojos,
junto con la ropa bien perfilada pero descocida por los filos interiores. Un hotel abandonado, al cruzar la calle, el
antiguo cine del que solo queda el concepto de antigüedad. Una iglesia que está
siendo remodelada, a sus puertas, un señor enano y en silla de ruedas, pide
limosna. Realmente no la pide, simplemente se sienta con su vaso allí, el mismo
conoce su lástima, conoce bien como es ser mirado con lástima, con pena. Desde
que yo era pequeño él está en las mismas. “¡El señor ya viene!”- grita un
hombre con su gran altoparlante desde una esquina. “¡Llévese su pantalón
barato, todo en liquidación!”- Grita una mujer desde la puerta de la tienda. Por un costado viene un tipo vendiendo
perfumes robados. Me detengo, estoy frente al quiosco de las gorras. Las miro a
detalle, el símbolo de Nike, está en la dirección opuesta y el de Puma, tiene
cuatro patas. Mientras me compro una mentira, un señor en la puerta de Me salvé
intenta vender lentes de contactos de colores. Tiene las muestras de los
colores en un cartón que recuesta sobre un carrito de compras. Coloca una
canción muy cristiana, la canta a todo pulmón, mientras compite con el
bullicio, con el predicador, con el vendedor de perfumes, con la mujer del
escaparate… todos ingeniándose la supervivencia. Compro la gorra y me detengo
un momento muy corto a mirar los lentes de contacto, la música cristiana hace
eco, me pregunto por qué. Sigo el sonido, y me doy cuenta que proviene del
carrito donde están colocadas las muestras. Para mi sorpresa, hay muchas cosas
dentro del carrito. Hay películas piratas, baterías marca diablo, aguacates,
botellas de agua… todo a la venta. Camino calle arriba, veo el correo que
parece estar fermentado por los años. La farmacia, más lustrada que los zapatos
que limpió el zapatero en la plaza del mercado.
Allí está, el olor es fácil de reconocer. Huele al salpicar caliente del
aceite sobre la plantilla de maíz. El olor hierve, se esparce, se mezcla con
todo. “Dos pastelillos y un jugo de parcha por favor”. Los dos pastelillos
chorrean vapor, sudan sabor. Muerdo el primero, está caliente, sabroso,
exquisito. A un lado me colocan el jugo de parcha, en su vaso plástico, con el
hielo flotando en el amarillento mar. La mezcla me estremece. Termino de comer,
camino todo de vuelta, me detengo frente a lo que era Capri. Siento contemplar
todo como si fuese una montaña. EL paisaje por momentos me parece grotesco, sin
embargo, hay algo en el entre todo, entre las vísceras de las calles, entre los
olores que se mezclan con el calor del asfalto. No es bonito, pero es algo que
hay que sentir para jamás olvidarlo.
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