El día de un par de zapatos / The day of a pair of shoes
Ella se levantaba a
la carrera, de prisa, todos los días. El amanecer le subía la adrenalina a flor
de piel, porque si se dormía un poco, si tomaba el sueño por los 5 minutos más
anhelados, perdía la guagua. Se plantaba en la parada antes que el sol, fresca
como flor rociada con sal, sal de mar, sal de prisa, sal de calor. La guagua
llegaba más o menos a la misma hora, a las 5:30am, a las 5:55am, ya estaba
buscando la llave para abrir la puerta de la casa de los señores. Empezaba
preparando el desayuno de ejército. La familia era grande, en muchos aspectos,
grande como la casa que habitaban. Y los niños la saludaban con afecto, tal vez
porque crecieron con ella, o quizás por el sabor caribeño de su comida. Lo más
seguro era eso, porque ella dejaba su negrura bámbula, en el rico olor del
desayuno. Cuando preguntaban sobre comida hogareña a los niños, ellos
describían un sabor cargado de historia, de sazón, salteado con curry y hogazas
de mar. La madre no cocinaba, podía pagar a una mujer que se pasara el día de
pie cocinando, para empezar.
Luego tenía que
seguir con la casa, tres pisos con habitaciones adornadas para el lujo, para el
lujo de los lujos. Ella limpiaba de prisa, la ansiedad le perturbaba el tiempo,
la hacía tropezar, y a veces, dejar sin limpiar algunas cosas. Para el medio
día la casa estaba impecable, bueno, lo justo. La señora le pagaba y raras
veces le dejaba una propina que no sobre pasaba los cinco dólares. Con todo y
polvo, de haber sido rebajada al suelo, ella tenía que levantarse y salir corriendo,
para a la 1pm, estar en otra casa.
Allí empezaba por la
cocina, porque en este país se entra por la cocina, se estaciona en la cocina
hasta que todos se abastecen. De allí a limpiar, a tropezarse con los saltos
del tiempo, a inundarse con el polvo los pulmones, que con más frecuencia se
fatigan. De prisa, todo de prisa. Aún le faltan dos casas.
Corre avenida abajo,
sin descansar más que en los semáforos en verde. Llega pasadas las 4pm. Prepara
la cena, porque la dueña, una señora lo bastante enferma para no poder caminar,
es atendida por la enfermera en lo que hierven las viandas y el bacalao. La
comida se hace, ella pasa una escoba y luego un mapo casi seco, está agotada.
Aún le queda prisa, le resta el tiempo para alcanzar la guagua. Va por la
acera, ve la parada y ve la guagua que está a punto de arrancar. El chofer
arranca, ella queda en el punto ciego del retrovisor, no la ven. Ella corre,
pero no avanza, porque no corre, trota. Se mueve arrastrando el peso del día, sus
pies de plomo, forjados con cansancio y trabajo, con venas que laten a punto de
explotar. Alguien alcanza a verla, le grita al chofer y ella logra subirse. Se
sienta, descansa su cuerpo sobre el trabajo de otro, el chofer, que quiere
llegar a su casa, está cansado, y en la ruta, la deja a ella una calle más
abajo. Ella aún tiene prisa por llegar, aún le falta una casa. Llega, abre la
puerta, está en su hogar. Deja los dólares arrugados sobre la mesa de la
entrada. Se sienta con prisa en el sofá, lo desea demasiado, lo necesita en
extremo. Se quita los zapatos. ¡Ahhhh! Exhala. Su casa, esa la limpiará otro
día.
F. JaBieR
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