Mi historia, amigos míos, es una de esas que
hay que escuchar hasta al final. Sé que, si no terminan lo que han
empezado, los veré hablando mal de mí en cualquier esquina. Nací como
nace mucha gente en el mundo, inesperadamente. Mi madre era una niña
cuando me tuvo, se casó con mi padre por insistencias de mi abuelo, que le
decía que debía casarse con un hombre de bienes y así lo hizo. Mi madre, en su
inocencia, se casó con un hombre que tenía todos los bienes juntos: era bien
alcohólico, bien mujeriego, bien ambicioso, bien abusivo, bien patriarcal, bien
arcaico y bien católico; en otras palabras, un combo completo 15 años mayor.
Por suerte entre todos los bienes de mi padre, mi madre, encontró el preciado
bien de la riqueza. Mi padre era dueño de unos terrenos que tenían su límite en
la cerca que los dividía de la vaquería de don Juan. Allí fui criada yo, no en
el campo, en la vaquería. Fue así porque mi madre, algunas veces, tenía que
escoger entre salvar su vida o mantener su dignidad. Aún recuerdo el día en el
que tío Aurelio, el hermano de mi padre, estuvo de visita en la casa. Mi
madre me había enviado al cuarto porque decía que el refresco de soda me
ponía hiperactiva. Yo sé bien que eso fue una excusa para protegerme, ella
sabía lo que venía. Mi padre llegó con la cordura por los suelos, emanaba un
olor a alcohol que desinfectaba hasta a las moscas. El escándalo se armó cuando
papá vio al tío Aurelio hablando con mamá. Sabe Dios qué conjetura se habrá
echo aquel endemoniao’ que a mi madre le faltó sembradío para correr, mientras
mi tío Aurelio iba detrás de mi padre gritándole que no cometiera una locura,
que él solo había venido de visita. Yo seguía hiperactiva por culpa de la soda,
encerrada en mi cuarto, pero me escapé por una ventana cuando vi que ya no los
veía. Llegaron corriendo hasta la colindancia de la vaquería. Mi padre, seguía
amenazando a mi madre y a mi tío, si no llega a ser porque un toro reventó a mi
padre de una cornada, no sabría lo que habría pasado allí. El toro se le había
escapado del redil a Jico y envistió a mi padre como si fuese su enemigo. En
ese momento pensé que el toro era un héroe por salvar a mi madre y a mi
tío.
Mi nacimiento fue una de las cosas que más desagradeció mi padre,
probablemente el único suceso que lo hizo blasfemar. Él quería un macho, un
hombre que tomara las riendas de la casa y heredara todos sus bienes, todos. Mi
madre, que se ponía de alfombra para que la pisaran, logró que se me celebrara
una fiesta de quince años. Mi padre me dedicó una canción que desde ese día me
desquició la mente, decía algo de que él quería un niño, pero aprendió a querer
a la niña. Me supo a mierda. Fingí felicidad por que no tuve otro remedio, no
sé si hice lo correcto en ir a agradecer al toro luego de aquella fiesta, lo
que sé, es que no siento remordimiento por haberlo hecho, me sentía bien
conmigo misma. Así fue como conocí a Lucy, una vaca que habían separado
de las otras por que no se comportaba y era un total desastre. Jico, mi vecino
e hijo de Don Juan el de la vaquería, me había dicho que esa vaca era un
problema, que su padre hubiese preferido que hubiera sido un toro, pero que no
la sacrificaba porque le había cogido cariño. Seguí visitando a Jico, que era
al menos dos años mayor que yo y cada año que pasaba ganaba más su porte de
vaquero de película. Me fugaba de mi casa, porque la silla de ruedas no impedía
que mi padre fuese un maldito manipulador capaz de vender a su madre solo por
su arrogancia. Desde su invalidez me castigaba consecutivamente, sin
razón alguna. Mi madre, lo cuidaba, hacía lo que él le dijera o le ordenara,
así que también me castigaba. Mi única salida era ir a ver a las vacas y al
vaquero. Mi padre perdió la ganancia que generaban sus tierras por no
tener un hijo que la sacara adelante, ese fue el reproche que me gané desde que
me dedicó aquella maldita canción. Mi educación, bueno, podía mugir mejor que
leer. Mi madre hacía algunas costuras, planchaba ropa, inventaba para no
morirnos de hambre y le hubiese ido mejor si Lucy, la vaca, no se hubiese
escapado y hubiese aplastado lo que sería nuestra mejor cosecha del año.
Comencé a convertirme en mi madre, quien me repetía que debía ir buscando un
hombre de bien para casarme. Jico me buscaba la vuelta cuando trabajaba en las
cosechas y hasta me ayudaba, pero el pobre, era un enano mental. Siempre
que iba a verme, o a pretenderme, me contaba como Lucy se había escapado, como
lograron atraparla, que aún quedaban huellas en nuestra huerta y cómo lo había
sorprendido la gallardía de aquella vaca. Y era cierto, las huellas aún estaban
marcadas en la tierra y en el pastizal, se había formado un camino.
Sin decir nada a nadie e inspirada en una rudimentaria vaca rebelde, me
escapé de mi casa. Nadie fue a buscarme, quedé abandonada a mis decisiones, a
mis hiperactividades al tomar soda, y en cuanto pude, llegué a la cuidad, donde
mis técnicas de fingir felicidad fueron muy útiles. Exactamente, sin dinero en
los bolsillos y sin nadie que me pudiera ayudar comencé a ejercer el trabajo
más antiguo de la humanidad. Mujer de la noche, prostituta, puta y de las
caras. Comencé como todas, desde abajo, pero yo me lo tomé enserio. Con
el dinero que gané, le mandaba algo a mi madre para que la miseria no la
agobiara más de lo necesario o para aliviar alguna culpa que me quedaba, y con
el resto, comencé a estudiar. Tardé muchas felaciones para lograr hacerme
una mujer de bien. Bien puta, dijo mi padre cuando se enteró, y era cierto,
pero eso no era para toda la vida. Además, había logrado dejar de tomar sodas,
aunque si me daba un trago seguía poniéndome hiperactiva y eso a muchos
clientes le gustaba. Mis compañeras, algunas de aquí, otras de allá, todas
deseando ser lo mejor para su familia y poder volver a estar con ellos, me
hicieron sentir culpa por haber dejado a mi padre pudriéndose con sus tierras y
sus deseos de tener un varón. Regresé a casa, no permanentemente, de vez en
cuando, para ayudar. Le dejaba dinero a mi padre, ganado con el sudor de otras
partes lejanas a la frente, y eso no le molestaba, pero no fallaba en hablarme
de la deshonra que era y de que si él no hubiese quedado cuadripléjico hubiese
procreado un macho, como Dios mandaba. Lo felicité por su llegada al siglo XXI,
sabiendo que lo iba a pasar muy mal me carcajeaba cada vez que me lo decía. Mi
mamá, seguía bañándolo, cortándole el pelo, cocinándole, y mi padre, como ya no
podía golpearla, se encargaba de hacerla sentir como basura con sus cariñosas
palabras. Reconozco la pena tan grande que le tenía a mi madre, pero la pena
era tan grande como la rabia que sentía hacia ella por no hacer nada. ¡Maldita
sea la sumisión! Le dije a Lucy la última vez que la vi.
A Jico, comencé llevándole libros, tratando de revertir su enanismo mental.
Funcionó, aunque tomó tiempo. El día que le dije que no volvería jamás él se
volvió loco. Le dije que no volvería porque mi mamá ya había muerto y mi papá,
ese no me importaba. Me preguntó que si él no era importante. Lo dudé, no sabía
si intentaba algo conmigo o si intentaba otra cosa conmigo, que también era de
entenderse, el pobre tenía 28 años y lo más sexy que había visto era una
gallina desplumada. Teóricamente estaba trepando paredes, como yo cuando tomaba
pepsi cola, tenía que escoger entre una vaca o yo. Fui yo, que al fin y
al cabo era la profesional de amor.
Volví dos veces más, una para el entierro de mi padre y otra para recoger
la herencia, que no fue otra cosa que una máquina de coser que había dejado mi
madre, porque el terreno y la casa, mi padre se las heredó a Jico. Esa fue la
última vez que lo vi, antes de que apareciera en la ciudad con una de sus
letradas ideas, quería ser político. Cuando fue a verme, yo aún seguía trabajando,
porque, aunque había estudiado, no fui aceptada en ningún trabajo, pero no
importaba, porque en mi oficio, que no era por vocación, estaba a otro nivel,
había ganado hasta categoría. Jico me dijo que había vendido las tierras que
heredó de mi padre y que se había puesto a estudiar una carrera digna. De
primera impresión quise matarlo, por haber podido estudiar, por haber tenido
herencia, por haber tenido pene, por pensar que la política es una carrera
digna como si yo no supiera, pero no dije nada, costumbre del oficio. Lo apoyé,
me enamoré, de él y quedé embarazada. Comenzó su carrera en la política y
nadie le hacía caso, no tenía ningún apoyo, era evidente que él era uno de esos
nadie que nunca llegaría a nada; pero aun así, lo invitaron a una cena en
donde se reunirían los políticos más importantes del país.
Los nervios lo invadieron y él no tenía mi habilidad de controlaros, de
fingir. Le sugerí volver a casa. Mientras íbamos de regreso al campo le dije
que iba a dejar de trabajar, que tenía unos ahorros y que con eso resolvería,
que podía dejarme sola si quería, que encontraría una forma de salir adelante.
Me dijo que me quería y que saldríamos adelante juntos. Entonces recordé al
vaquero, al que un buen día se le escapó el toro que reventó a mi padre, al
Jico que no conocía el mundo más allá de los árboles. Fue la primera vez, desde
mi partida, que sentí que un hombre valía la pena, había cambiado tanto, su
mente ya no era un pasillo estrecho. Cuando llegamos al campo, la casa de mi
infancia ya no estaba, sentí que habían arrancado todo de golpe, todo, pero no
dolía. En la vaquería estaba Lucy, pariendo un becerro que se puso de pies
antes de caer al piso. Don Juan, vaciando sus maletas para despedirse de
todos, la vaquería quedando abandonada a su suerte. Regresamos a la cuidad,
Jico iba lleno de algo que no sé si era esperanza o sueños, yo iba vacía, o
quizás desilusionada o tal vez rota.
Jico me invitó a ser su acompañante en la cena de políticos. No sabía cómo
decirle que en política él era un perdedor, así que no dije nada, costumbre del
oficio. Él se vistió lo más elegante que pudo, probablemente no cumpliría con
las exceptivas deseadas. A mí me prestaron un vestido, unas amigas mías que
eran bastante liberales, no estaba yo para ser el alma de la fiesta. Como
siempre les pasa a los marginados, llegamos tarde a la cena. Antes de entrar me
dio pánico, se me invirtieron todos los efectos de la soda, un pánico enorme
que me congeló toda. Me quedé afuera y le dije a Jico que entrara, que lo alcanzaba
tan pronto me recompusiera. Jico entró y fue acomodado en la esquina de los
leprosos, solo. Además de humillante, era indigno, pero así son las cosas.
Todos comenzaron a comer y hablar de gestiones, leyes, traqueteos y diversión.
Entonces entré, con unos nervios que me recorrían todo el cuerpo sin
saber por qué. Cuando abrí la puerta vi a Jico en la esquina, a todos esos
políticos con sus esposas y familia, me sentí aterrada pero rebelde. Todos
dejaron de comer mientras yo me movía tímida entre las mesas. El silencio fue
tanto que me detuve y miré alrededor, me di cuenta de que algunos no dejaban de
mirarme y otros no levantaban la cabeza del plato.
Después de la cena Jico recibió el apoyo
incondicional de la mayoría de los políticos, en especial de aquellos que no
levantaron la mirada del plato. Nos fue bien económicamente, invertimos en
negocios, disfrutamos de salud y de la vida. Tiempo después Jico no quiso
olvidarme, pero tampoco quiso aceptar o al menos entender o ser empático.
Regresé donde todo comenzó, a la vaquería que fue mi hogar mientras mis padres
discutían, peleaban y morían. Esta vez fui con mi hijo, nuestro hijo. Me cuesta
creer que el hombre que me pareció diferente, que hizo un cambio radical en su
vida, no acepte que su hijo no está interesado en las mujeres, le dije a Lucy
quien estaba sentada bajo una sombra con un toro que presumía de ser su hijo.
¿Por qué el mundo está lleno de mentes que son pasillos angostos? Tú
fuiste el rudimentario ejemplo que me hizo querer ser libre y que todos lo
fueran, pero hoy no puedo ser como tú, que aun sin cerca estás aquí, sentada en
los predios de una vaquería cerrada, sin vigilancia, sin cercas que romper. ¿A
dónde fue tu rebeldía? Es muy irresponsable de tu parte y sabes de lo que
estoy hablando, sabes que no se puede ser de alguien, hay que darse al
mundo para ser libre.
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