Los ciegos
Conocí a Germán
cuando entramos juntos al primer grado, una amistad profunda, pero muy
sencilla. Lo más peculiar que tenía Germán, era su familia. Era numerosa en
exceso, y él era la esperanza de acabar con el mal que los asediaba a todos. La
primera vez que visité su casa me sorprendió ver que ninguno veía, no es
mentira, todos andaban espantando fantasmas con sus manos, divisando los
muebles, evitando golpes. Según el doctor que recibió a Germán durante el
alumbramiento, toda la familia era paciente de una condición de ceguera hereditaria,
que se traduce en que nada está fuera de lo normal al momento del nacimiento,
pero luego resulta que están ciegos. Es
por eso que los padres de Germán se preocuparon tanto cuando el doctor les dijo
que su hijo se veía tan normal como todos los demás de la familia. Los primeros
años de vida de mi amigo fueron algo difíciles, sus padres no tenían idea o no
podían ver que Germán veía, lo criaron como a un invidente. Le enseñaron a distinguir por el tacto, le
agudizaron el oído y el olfato y le enseñaron a manejarse en los lugares. Lo
más curioso de todo fue que nunca se dieron cuenta de que Germán no falló en
nada de lo que le enseñaron hacer. Siendo sinceros, no he conocido familia más
absurda. Germán llegó a la escuela con su bastón de color blanco y rojo, dando
golpes por todos los pasillos, siempre se sentaba en el pupitre para
izquierdos, porqué era zurdo igual que yo.
A la hora del almuerzo una asistente la ayudaba con la bandeja. No hablábamos
mucho, la primera vez que entablamos una conversación seria fue a los quince
años. Fue ahí cuando empezó a contarme todo de su vida, su mal de amores, las
locuras de su familia, las cosas que le gustaban, lo que odiaba comer... La
conversación y revelación de secretos fue recíproca, la anécdota más graciosa
que me dijo fue que él no entendía
porque en su casa prendían las luces si ellos todos eran ciegos. Me hizo reír
mucho lo irónico de la situación, pero más curiosidad me causó el saber cómo
Germán sabía que las luces estaban encendidas. No tuve que esperar para
corroborar lo que me parecía cierto, lo que hasta un ciego vería.
Siempre íbamos juntos a almorzar, de esa forma
yo lo ayudaba a cargar la bandeja y a acomodar sus cosas, pero ese día no pude
ir a la misma hora porque estuve entregando un trabajo que se me había
atrasado. Cuando llegué al comedor casi no había fila, Germán me estuvo
esperando, pero como no aparecí, se adelantó. Una muchacha de mi grupo de
clases, lo ayudaba con la bandeja y los libros. Lo acompañó hasta la mesa,
colocó la bandeja y la mochila en una silla. Le quitó el bastón de la mano a
Germán y lo recostó de la mochila, pero de inmediato este se resbaló y cayó al
suelo. La chica se agachó para recogerlo y conforme se doblaban sus rodillas
hacia abajo, el cuello de German se contorsionaba en posición de mirar. Cuando
llegué a la mesa, lo confirmé, le estaba mirando el culo a la chica. Eso no fue
evidencia suficiente, cuando nos graduamos Germán aún era ciego. Fuimos a la misma universidad y nos
hospedamos juntos, allí me pasaba leyéndole acerca de lo que le interesaba. Un
día comencé a leerle y decirle cosas que estaban totalmente alejadas del tema.
Me dijo que estaba leyendo mal, eso no podía estar escrito allí. Le quité las
gafas obscuras que regularmente usaba e hice como si fuese a golpearlo,
entonces se echó para atrás. Insistí en
que veía, y acerté. Por primera vez me explicó
lo que sucedía y entendí que no podía leer porque sus padres solo le habían
enseñado Braille, que de hecho no lo sabía leer con la mano, sino que reconocía
los puntos cuando los veía en el papel. Tardó bastante en aprender, pero luego
su sed de lectura fue imparable.
En su casa las cosas
permanecían igual, todo era realmente absurdo y la situación no iba a mejor. Un
fin de semana acompañé a Germán a su casa. Cuando llegamos, no había nadie. Estaba
todo muy callado, pasado el poco tiempo su madre apareció con la mano extendida
preguntándole a Germán si era él. Le dijo que sí, que era él, y le pidió
reunirlos a todos para decirles algo importante. Cuando la familia se reunió
completa casi no cabían en la sala, entonces sin pensarlo dos veces les dijo que
él podía ver. La familia de Germán recibió con júbilo la noticia, realizaron
hasta una fiesta para celebrar que por fin un miembro de su familia tenía el
sentido de la visión.
Cuando terminamos la
universidad nos separamos, yo me quedé en la capital y Germán regresó a casa de
sus padres para ayudarlos a ellos y a su familia. Abarrotó la casa de libros de
todo tema y comenzó a leerles a todos sus familiares, quería compartir su
visión con todos. En poco tiempo la casa
de los ciegos se convirtió en la librería de los hostiles. Cada vez que se cruzaban
con Germán había discusión. Cuando no era por haber cuestionado a Dios, era por
política, y si no porque eso se había hecho siempre así y no había una mejor
forma, o por tradición, o por que el padre era el jefe de la casa, o porque es
necesario tener siempre la razón. Germán, que nunca dejó de ser cariñoso,
intentaba explicarles con el mayor amor del mundo que eso eran acontecimientos
y opiniones que había que evaluar porque tenían su validez, aunque no fuese así
siempre. Lo importante era abrir los ojos del corazón y la mente para poder ver
la inmensa variedad de cosas que conforman el mundo. La familia lo rezagó por
completo y la situación se volvió irritante. Dejó de leerles, al fin y al cabo,
aquella era su casa y era su deber respetar.
La tarde en que sonó el timbre de mi casa, a
la última persona que pensé ver al abrir la puerta era a mi amigo Germán. Lo
saludé efusivo, pero su cara no dejaba de reflejar desconcierto. Le pregunté
qué sucedía y me dijo que de todas las cosas que le habían pasado con su
familia está era la más inexplicable. Germán había llegado a la casa para
preparar la cena del día de acción de gracias, aprovechó que la casa estaba
vacía y preparó todo, acomodó la mesa e hizo un banquete de primera. A la hora
de la cena la casa se había quedado aún más vacía, se sentó a esperar, pero
pasó demasiado tiempo y todo empezó a tornarse hueco. Hizo silencio y recordó
todas aquellas agudezas de sus sentidos, cerró los ojos y lo escuchó, el eco.
Se movió por la casa hasta llegar al sótano donde encontró a toda su familia
viendo televisión, leyendo revistas de amor, moda, religión y política;
celebrando con regalos el día de acción de gracias. Aún recuerdo la lágrima que
bajó por su rostro cuando me dijo: “No querían ver, eso era todo, realmente el
saber que yo veía no les alegró, al contrario, querían que fuera como ellos.” Sin decir nada lo abracé fuerte, para mitigar
de sus ojos la ceguera que vieron.
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