El último viaje
(Parte final)
El amanecer los tomó preparando la hoguera. Seis meses
después habían logrado capturarlos, a todos. Los colocaron en celdas separadas,
distantes e inconexas. Si se hubiesen visto antes de ser atrapados la historia
hubiese terminado de forma diferente.
Everina tenía el corazón roto, los pedazos se le hicieron
trozos y los trozos migajas, y los latidos de aquellas pequeñas fracciones de
corazón habían perdido las ganas de vivir.
Angustia estaba traumatizada por sus actos, por su
violencia, por su crimen. De ninguna forma podía conciliarse con la paz, por
eso se entregó voluntaria mente, sus manos estaban manchadas y ella no podía
vivir con eso.
Samuel se golpeaba la cabeza y repetía una y otra vez:
<<la historia no debía terminar así, lo sé, viajero del tiempo soy y el
tiempo al que engaño me ha engañado para que aprenda cómo y cuándo
morir>>.
Poco antes de las 12 sonaron las campanas, era aquella la
llamada para que la gente del pueblo se reuniera en la plaza, el momento de la
ejecución había llegado. Los leños estaban apilados para hacer una fogata, del
medio un poste sobresalía, como una tarima que iba a ser encendida para el
espectáculo. De las tres hogueras la del medio era la más alta, las otras dos
eran las que se usaban para matar a los ladrones mortales.
Angustia, Everina y Samuel, fueron colocados en ese orden
por: asesinato, brujería y secuestro, magia obscura para capturar el
tiempo. El mediodía llegó antes de que
los acusados pudieran hablar, con dificultad les dio tiempo de mirarse y verse
los ojos unos segundos. Everina vio el terror en los ojos de Angustia, el miedo
terrible de morir y vivir con la culpa. En los ojos de Samuel vio la pena y el
amor de una ventura errada por el destino, debían estar juntos, en ese o en
cualquier otro tiempo. Sin embargo,
cuando Angustia y Samuel miraron a los ojos de Everina, estos no vieron nada,
solo encontraron una mirada rota, fría y sedienta de aventura y vida. Los ataron
de pies y manos, parecían sirenas sin agua, atadas al mástil de un barco
dispuesto a hundirse en la sal del mar. El pueblo estaba brillante de justicia,
la flama comenzó a arder desde sus ojos que esperaban con ansias la justicia y
la muerte de la bruja. Los tres sentenciados sentían el calor del fuego
acercándose por sus pies. Lenguas de fuego mojaban con calor las telas,
amenazando con extenderse por ellas hasta quemar la piel. El fuego tenía las
miradas del pueblo hipnotizadas, el fuego ardía y ardía cada vez más alto. El
fuego se alimentó y creció desproporcionadamente hacia el cielo, pero no se escuchó ni un solo grito de entre las flamas. Con el paso de las horas los pueblerinos
comenzaron a lagrimar, no podían dejar de mirar el fuego. Al cabo de los días
todos quedaron ciegos, y los que llegaron de afuera nunca pudieron probar que, aquel mediodía, los imputados habían muerto. Tres enormes flamas aún arden
en aquel lugar y jamás han quemado nada.
F. JaBieR
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