Hábito de seda roja / Red silk habit



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Cuando cumplí los 15 años Sor Inés llegó a la parroquia. Era una joven humilde, muy linda, de veinte y tantos años, una monja nueva en edición deluxe, una Eva en potencia. Según dijo mi madre en casa, había sido trasladada a nuestra parroquia por órdenes directas del obispo. Domingo tras domingo se sentaba en la esquina del banco, lo que me colocaba muy cerca de su gracia divina, ya que mi madre se empeñaba en sentarse siempre en los primeros asientos para que mi padre no se durmiera.  Un domingo de cuaresma Sor Inés se acercó a hablar con mi madre, le comentó acerca de los cursos de monaguillos que ella iba a ofrecer entre la escasez de recursos. Acto seguido, me preguntó si quería ser miembro de los monaguillos. Le respondí que tenía que pensarlo, nunca fui devoto del todo. A llegar a casa mi madre comenzó a hablar como si ya hubiese aceptado, realmente le hacía ilusión que su hijo formara parte de un grupo religioso.  El domingo siguiente me acerqué a Sor Inés y le dije que me uniría al grupo de monaguillos. Las clases eran los viernes. En poco tiempo dominé todo lo que había que saber, tampoco era muy difícil. Luego de estar listo para ser parte activa en la misa, me desvié un poco en mis planes apócrifos y desistí de participar. Eso sí, no me podía perder ni un domingo de misa, mi madre no me dejaba desertar de la feligresía. A cambio de eso, me permitía anotarme en grupos de deportes.
A los casi dieciocho años ya era todo un deportista, lo que me hizo un favor. A esa edad las chicas se peleaban por mí, así que tuve varias novias hasta que recibí la llamada del Señor, mi madre con un “jalón” de oreja, me llevó a la iglesia. Re-insertado, voluntariamente, en la feligresía, no me quedó otro remedio que equilibrar entre deporte y plegaria. Para suavizar a mi madre, decidí ejercer de monaguillo. Eso la puso contenta, su hijo en una ofrenda a Dios. El día de mi primera misa debía llevar el agua y el vino a su lugar, por eso estuve practicando antes, tras el altar, para hacerlo a la perfección. Por desgracia, sobre mi camisa blanca planchada a impecablemente por mi madre, cayeron algunas gotas. En mi mente todo se había arruinado, si mi madre se enteraba me mataba, una vez por manchar la camisa y otra por tirarme encima la sangre de Cristo, escuchaba el crujir de dientes, mi condena. De inmediato, fui donde Sor Inés, quién a prisa intentó solucionar mi problema, siempre se podía confiar en ella y en su gratitud. Me fui al baño para esconderme de mi madre, Sor Inés se acercó a la puerta y me dijo: “quítate la camisa, la voy a lavar mientras estas en misa y te pones esta”. Así lo hice, pero de tanto huir de mi madre había olvidado  lo que pasaba afuera.  Medio abría la puerta para darle mi camisa sucia  y manchada a Sor Inés,  a la vez que le pedía la camisa que usaría, una que de hecho, estaba bastante estrujada, estaba seguro de que mi madre lo iba a notar. Sor Inés abrió la puerta con una sonrisa de medio lado. Me observó de arriba abajo. Sus manos me ayudaron a vestirme, sin prisa, “el deporte te hizo bien”, susurraba. Me acomodó de arriba abajo, acomodó los pliegues que se formaban un poco más abajo de la cintura, el sonido de las campanas me reclamó, las campanas sonaron y sonaron con eco dentro de mi. Se llevó mi camisa y mis palabras. Salí al altar, tenía que ponerme de pie justo frente al banco en el que Sor Inés se sentaba, tardó bastante en llegar, pero no faltó a misa. Mientras padre Josué predicaba sentía los ojos de Sor Inés mirando lo que había bajo la sotana, la mía. Aquel domingo no escuché nada de la palabra de Dios, solo sentía cachetadas que bajaban por mi espalda y terminaban en las nalgas, mi frente sudaba al pensar que la monja conocía el secreto que ocultaba frente a todos. La misa se e hizo eterna, pululaban todas las ideas paganas por nuestras mentes, por las mentes morbosas que me observaban desde los bancos, mientras se hincaban, a rezar. Cuando terminó, mi madre fue a la parte de atrás del altar a abrazarme, orgullosa hasta el firmamento.  Sor Inés interrumpió el abrazo y felicitó a mi madre por tener un hijo tan bueno. Le pidió a mi madre tiempo para felicitarme a solas. Nos alejamos, me entregó mi camisa limpia y me dijo que me la pusiese antes de que mi madre regresara. Me alejé para ir a cambiarme al baño, pero ella me detuvo. Susurro: “no te vayas, no quiero perderme lo mejor del espectáculo”. Por miedo a que regresara mi madre, me cambié de inmediato, toda la ropa. Mi madre regresó llamándome, estaba tardando mucho. Ese domingo en la tarde todo en mi cabeza comenzó a dar vueltas. Cuando cumplí los dieciocho no regresé a la iglesia, me alejé de todo. Mi familia puso el grito en el cielo, a la derecha del padre y a la izquierda del Espíritu Santo y a los pies de la Virgen.  Desterrado del cielo, para mi madre fui un hijo más, uno muy pecador, uno que 5 años después llevó a Inés a cenar a la casa, con un traje de seda rojo manzana, color que nos incrustamos en los dientes antes del exilio.

Comentarios

  1. Un gran final para una historia que iba subiendo de temperatura con el paso de las palabras... me ha encantado, felicidades F. JaBieR
    Un beso enorme

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    1. Muchas gracias. ¡Es un gusto tener tu visita por mi blog! Hasta la próxima. Un abrazo.

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  2. Te felicito, me ha encantado leerte. Un relato muy bien hilvanado y con el interés de principio a fin.

    Mil besitos y feliz día.

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    1. Muchas gracias, me alegra cantidad tu comentario.
      Hasta la próxima. Un abrazo y feliz día para ti también.

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    2. Bien contado, siempre se aprende algo con la lectura, especialmente a los que amamos este arte. Un abrazo Jabier.

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    3. Muchísimas gracias Nestor,honrado con tu visita por este espacio. Agradecido por tu comentario y lectura. Una abrazo

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  3. Edward Aponte Núñez7 de mayo de 2018, 2:10 p.m.

    ¡Qué buen narrador eres! Continúa así, amigo mío.

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    1. ¡Muchas gracias! Ahí vamos, a narrar todo lo que se pueda.

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