Pasteles de masa


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Cuando se es del Caribe irse a vivir allá afuera no es cosa fácil. No sé, tal vez depende de la época. Cuando Toño se fue, era como arrancarse un pedazo del corazón, dejar la mitad del alma en un perchero para que tu vieja no se sintiera sola. Y las cosas que no dejas te las llevas arrastradas por la costumbre. Así fue como llegaron los pasteles de masa a Atlantic City, por conservar las costumbres de la isla del encanto. Era época de navidad, la nieve caía sobre el techo de la casa, y Toño…. él había sacado un racimo de guineos de quien sabe dónde.  Peló el racimo entero, la mancha de la cascara le recordó su casa, a su vieja, a las manos que lo empujaron a crecer. Con la masa de los pasteles lista, el hacer se hizo llevadero. Dos docenas de pasteles recién amarrados estuvieron listas antes del atardecer.
Yo había llegado a Atlantic City esa misma semana, lo recuerdo, no me templaba con el frío, de los huesos se me había escapado el calor de mi islita. Hasta que llegué a casa de mi hermano y lo encontré haciendo pasteles. Cuando los hacíamos en casa, en otro de esos recuerdos que tengo, yo era la que los amarraba, porque era rápida; y era rápida porque crecí cosiendo tabaco en el rancho de papi. Las manos tampoco olvidan, las manos recuerdan los movimientos y anudan los pasteles en pareja, uno con otro, el que se va primero y el que se añade después. Todos al refrigerador, y unos pocos a la olla de agua hirviendo, para descongelarme el estómago y el hambre de los huesos.
Mientras hacíamos los pasteles llegaron los vecinos de Toño, los Smith de aquella época. Le trajeron una lata, gigante y estrafalaria de galletas. Aún recuerdo el sabor del jengibre al desboronase en mi boca, el azúcar endulzando mi paladar amargo y salado. Toño, como un vecino de esos que creció viendo a su madre compartir calderos de arroz por encima de la verja, buscó dos pares de pasteles y se los dio a los vecinos.
Los pasteles que habíamos puesto a hervir ya estaban sobre la mesa. Le cortamos el hilo y desenvolvimos el papel y la hoja de plátano. El pastel quedó allí, oloroso y jadeante de vapor, la casa se impregnó de tanto olor, que el jengibre de las velas y las galletas, se opacó. Los Smith estaban encantados con el olor, comían con la nariz. Toño no dudó en ofrecerles, pero ellos se marcharon a su casa a hacer sus cosas. Nosotros disfrutamos los pasteles en familia, comimos y hablamos como para liberarnos de la pesada carga del no estar donde se quiere estar. Porque cuando se está lejos, hay veces que se está a medias.
Aquella noche fue más caliente que otras, más cálida, más hogareña. Esa misma noche, antes de que se acabara y me tocara recordarla, fuimos a casa de los Smith, para pasarles por encima de la verja una botella de coquito. Tocamos a su puerta, Mr. Smith nos mandó a entrar. Toño le dijo lo que le traía, “coquito con ron”, ese lenguaje lo entendieron, se lo saborearon. Sin embargo, se portó algo incómodo cuando Toño le preguntó por los pasteles. Mr. Smith no sabía cómo decirle a Toño, que no le habían gustado, pero con timidez lo hizo. Fue por eso que entramos al comedor, para ver si se habían dañado o algo. Allí estaban los pasteles, sobre los platos, abiertos y aplastados sobre las hojas de plátano. Se veían pegajosos, desabridos y para el paladar de los Smith, sabían a mancha. Si bien Toño no pudo contener la risa, les explicó lo que había pasado. Entonces fue cuando no les quedó otro remedio que reírse a carcajadas. Si, los Smith se estaban comiendo los pasteles crudos, sin hervirlos, con la masa simplemente amasada, pero sin cocción alguna, crudos como un pan que no ha visto el horno.  Aún recuerdo aquella noche, aún recuerdo los dientes de los Smith llenos de masa cruda, aún recuerdo una de esas noches que pasé allá, una de las tantas noches que me hacen ser una mujer que recuerda.

F. JaBieR

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