Condenados / Condemned
En este mundo absurdo donde lo absurdo es creíble
y alejado de lo fantástico, Montiel marcó el número que creía recordar. El
teléfono timbraba, hacía ese sonido ronco que se escucha mientras se espera que
una persona conteste. Una mujer recibió la llamada. Buenas tardes- dijo. Buenas tardes- respondió
Montiel. Me gustaría hablar con el señor Carlos si se encuentra presente. Ella,
que aún no había dicho su nombre, dijo que allí no vivía ningún Carlos y
enganchó. Para Montiel, la oportunidad de ese día estaba perdida, no habría
posibilidad de volver a llamar hasta el día siguiente y lo peor, ya había
descartado todos los números que creía recordar, por eso al día siguiente
volvió a marcar, otro intento, otra insistencia, no por gusto sino por
necesidad. Contestó la misma dama, Carolina, se llamaba, pero como él no lo
sabía, la llamó dulzura. Tal vez fue eso lo que hizo que ella no colgara el
teléfono, aunque si ella hubiese sabido lo que haría luego de hablar con
Montiel, hubiese colgado la llamada. Con una voz fuerte pero dulce Montiel le
dijo a Carolina:
-Necesito
hablar con mi padre, Carlos.
-No
sé dónde está, él nos vendió la casa y no nos dijo a donde iba.
-Mi
padre debió haber dicho algo, piensa, lo necesito con urgencia.
-No
puedo ayudarte, no sé nada de tu padre, me tengo que ir, mi esposo acaba de
llegar.
Carolina se quedó
pasmada un instante, siempre supo que algo raro había con aquella casa, con
aquel señor que aparentaba estar bien y se veía más pobre que una rata. Fue por
la incomodidad que le causaba la casa que Simón, su esposo, había decidido
remodelarla. Fue por eso que Carolina
dedicó el día a limpiar un viejo escritorio que olía a náuseas y estaba atornillado al piso. Vació las gavetas y en
una de ellas encontró una foto. Pudo reconocer a Carlos porque lo había visto
el día que le compró la casa. En la foto también había un joven al que ella no
reconocía, sin embargo, en su rostro se marcaban unas líneas a relieve.
Carolina volteó la foto, si hubiese sabido lo que le esperaba, jamás hubiese
leído aquella dirección, jamás hubiese limpiado el escritorio, pero
sobretodo jamás le hubiese contado a Montiel.
Montiel
llamó a la hora que lo hacía cada día, ella le dijo de la dirección que había
encontrado al reverso de la foto, lo incitó a ir y a encontrar a su padre. Pero
Montiel le dijo que no podía ir, le reiteró que le era imposible. Ella no hizo
preguntas y colgó la llamada. El teléfono sonó durante tres días consecutivos y
solo en una ocasión tuvo respuesta.
-
¿Qué quieres que haga?
-Necesito
que vayas a esa dirección y encuentres a mi padre.
-No
entiendo por qué no vas tú.
-No
puedo, te digo.
Carolina no había
resuelto si debía ir o no, así que le pidió algo de tiempo. Por desgracia para
Montiel, tiempo era lo menos que tenía, pero no tuvo otro remedio. Con más fe
que un creyente, llamó cada día, esperanzado en que Carolina tomara la decisión
de ayudarlo a encontrar a su padre, él lo necesitaba como nunca lo había
necesitado en su vida. Pero cada llamada tomaba caminos distintos, tan
distintos que jamás debieron recorrerlos. Fue así como uno llegó a la raíz del
otro. Para él el mejor momento del día era escuchar la voz de Carolina, ella
ansiaba contestar el teléfono y escuchar lo que él tenía que decir, palabras
encadenas que inventaba en el largo transcurso del día. Cosas como: “si los abrojos enredan tu alma,
demuéstrale que estás hecha de sol”. Tal vez esa frase fue la más que caló en
el corazón de Carolina. Porque aquella noche, como muchas otras, no pudo dormir
pensado en Montiel, en el apuesto chico de la foto. Si hubiese sabido que el ya no era así, si
hubiese sabido que aquel sueño se convertiría en pesadilla, hubiese dejado de
soñar en aquel instante y hubiese regresado a dormir en la serenidad de su
cama.
Carolina
fue a la dirección que había encontrado en la foto. Cuando llegó, la noche aún
era oscura, el sol estaba lejos de ser visto. Para lo que creía ella era buena
suerte, encontró a Carlos. Lo encontró envuelto en harapos y con olor a náuseas,
atado con una cadena a una columna. Carolina sacudió a Carlos esperando que él
reaccionara. Sobre una mesa de tres patas, desbalanceada sobre el suelo,
Carolina divisó una llave. Ella fue a tomarla para liberar el candado que encadenaba
a Carlos. Tomó la llave y al hacerlo un trozo de papel cayó al suelo. “Tu hijo
debe morir, que te liberen cuando eso pase.” Carolina no entendía nada, aunque pudo
entender la urgencia que tenía Montiel por encontrar a su padre. Liberó a
Carlos de las cadenas, como pudo lo puso en pie y lo cargó, más bien, lo arrastró
hasta el auto. Lo subió consigo para
llevarlo a casa, para darle un respiro de aquello que lo había sumido en lo más
bajo. Ella quería estar en casa justo a la hora en que Montiel llamara. Sin
embargo, el teléfono sonó y sonó sin hallar respuesta. Una semana más tarde, alguien contestó.
-Hola, ansiaba escuchar tu hermosa voz que libera mi encierro.
-
¿Quién habla?
-Tú
no eres Carolina.
-No.
Soy su esposo. Que se le ofrece.
Hubo
un largo silencio. Muy largo. De muchos días. Tantos que Carolina se recuperó
del supuesto accidente que ocurrió cuando salió de la casa de Carlos. Un auto
los persiguió por algunas cuadras. Carolina hizo algunas maniobras para
evadirlo, algunas vueltas a la derecha, otras tantas a la izquierda. Pero al
final el otro auto aceleró, aceleró más de lo que ella tuvo el valor. Tal vez
fue la velocidad lo que hizo que Carlos despertara un momento. “Dile a mi hijo
que…respiró” … cuando ambos autos
estuvieron alineados, hubo una lluvia horizontal, de disparos. Eso envió a
Carolina al hospital, herida, incompleta, inconclusa de aquellas palabras que
Carlos no dijo, y ya no podría decir desde la morgue.
Dos semanas más tarde
regresó la casa con los dientes amarrados en un nudo de lengua, llegó herida,
entrompada con su esposo que la acusaba de tener un romance clandestino, como
si ella no pudiera, como si ella tuviese que rendirle cuentas a alguien. No
obstante, para mantener la fiesta en paz, mintió, como hubiese hecho cualquier
persona, le dijo que no pasaba nada, que ese era simplemente el hijo del que
les había vendido la casa… le contó todo, excepto que se había enamorado. Se
sentó junto al teléfono, esperando la llamada, deseando escuchar la voz. Tal
vez no quería escucharla. Tal vez no quería contarle a Montiel que su padre
había muerto.
Carolina
se sentía culpable, pero para cuando el teléfono volvió a sonar ella ya se había
sacado todas las espinas de lo profundo del corazón. Y la voz, su voz, la voz
de Montiel, le hizo florecer todas las espinas de un solo sonido. Te soñé- le dijo.
-Me
voy a morir- añadió.
-Tu
padre ha muerto- interrumpió Carolina.
Cuando dijo eso el teléfono se
coaguló en un silencio, al teléfono se le aguacharon las bocinas, se le mojaron
los cables y las lágrimas resbalaron por las interminables ondas que cargan las
conversaciones de todo el mundo antes de caer al suelo.
-
¿Cómo que te vas a morir? - Replicó Carolina.
-Cárcel
federal, mañana me ejecutan.
-Otra
vez hablando con ese hombre. Ya habíamos
discutido esto. – interrumpió el esposo alterado mientras rompía el teléfono.
-
¿Qué has hecho? Él se va morir, sin poder hablar con su padre, solo.
El mundo se puso de cabeza en un
instante, pero Carolina no reaccionó hasta que se dio cuenta de que no habría
más llamadas, que nunca podría escucharlo o contarle como iba su desastre de
vida. Lo peor de todo, Montiel moriría solo y eso era lo menos que él quería,
él se lo contó en una de las muchas charlas que tuvieron, tenía un horrendo y
escalofriante temor a morir solo. Carolina no durmió esa noche. El insomnio
albergó en ella como una serpiente engullendo a un ser vivo. Sin pensarlo una
vez, salió de su casa antes de iniciar la mañana, tenía los ojos pálidos y la
piel renuente al mundo. Pasó entre las personas sin tocarlas, como si le diera
alergia la misma existencia. Llegó a la cárcel antes que el despertar de los
presidiarios. Los policías de la puerta no la querían dejar entrar, ella no era
nada de Montiel, solo una voz que sonaba en el teléfono.
Dentro, en una sala
que olía a náuseas, Montiel estaba siendo atado. Cuatro inyecciones se irían
directo a su sangre para enviarlo sin escala a un lugar del que no se regresa.
Y abrieron las cortinas. Montiel estaba solo. Un espacio grande y lleno de
sillas albergaba el vació. Le leyeron los cargos por los cuales había sido
sentenciado a muerte. No importó, todo aquel espacio vacío le dolía más que la
muerte misma, era tan triste ver aquel miedo metido en sus ojos.
Carolina logró entrar
a prisión. Corrió. Dejó sus zapatos en aquel pasillo recién encerado. Descalza plantó
el pie en el frío mármol que conducía a la sala de ejecución. Pero el veredicto
estaba leído. Mientras Carolina corría, el enorme espacio frente a los ojos de
Montiel se iba reduciendo. Se redujo tanto que hasta llegó a sentirse como un ataúd.
Carolina abrió la puerta y gritó: ¡estoy aquí, contigo, siempre! Pero la cortina comenzaba a cerrarse,
lentamente, junto con los ojos de Montiel. Cuando la cortina ya estaba
totalmente cerrada, sonó el teléfono. Pero nadie contestó.
F. JaBieR
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